Nuestro tiempo escolar, especialmente en la primaria, suele marcar nuestra vida de una forma u otra. Se amontonan grandes recuerdos: amigos que son gran parte de lo que fuimos, maestros que tocaron nuestro corazón y abrieron caminos que ni siquiera habíamos imaginado hasta entonces… En general, una vida compartida que nos llenó de pasión y alegría. Sin embargo, en Etiopía, la escuela puede tener un significado más completo.
En Gumuz, la comarca donde vivo, la familia comboniana tiene cinco jardines de niños (tres de los misioneros combonianos, dos de las hermanas combonianas) y una escuela primaria (de las hermanas combonianas). Todos estos centros fueron solicitados por el propio gobierno local, hace más de veinte años.
Entendió que esta región necesitaba espacios educativos que cumplieran con dos objetivos: por un lado, promover la educación para poder garantizar una autonomía y futuro digno; por otro lado, crear espacios donde los niños y niñas de todas las etnias presentes en la zona pudieran convivir, en igualdad y amistad, para que la división (tan presente y tan profunda en la región) desapareciera de los pilares de la vida y se fomentara la idea de fraternidad completa.
Este ha sido el objetivo de la familia comboniana todos estos años, desde los planes educativos generales hasta el trabajo diario: crear un lugar donde la convivencia sea tan importante como la adquisición de conocimientos y habilidades.
Sin embargo, la realidad social ha cambiado mucho en los últimos dos años. Cuando llegué a Etiopía, esta región estaba en medio de un conflicto étnico entre grupos y cuando la situación se estaba normalizando, el Covid-19 apareció para romper la normalidad, cerrar todo y sembrar el pánico (que ya se había convertido en un «visitante» habitual en esta zona). Y, sin haber logrado frenar este problema, un nuevo conflicto étnico, aún más grave que el anterior, golpeó la vida de los habitantes de la región.
Los problemas que encontramos en el primer conflicto se multiplicaron, expandieron y no conocíamos religión, edad ni sexo para tener un poco de piedad. El día a día estuvo dominado por un pánico ya conocido, pero que alcanzó límites insospechados. Todo volvió a cerrarse con la llave del miedo, la violencia y el desánimo.
La situación exigía una respuesta, y la escuela de las hermanas combonianas, que es sobre la que estoy escribiendo, se convirtió en más que un centro de convivencia, se convirtió en la «Escuela de la Esperanza».
Ante la realidad de la violencia, muchas personas, principalmente mujeres, niños y ancianos, optaron por abandonar sus hogares. Muchos se fueron a esconder al bosque, pero la gran mayoría de los que vivían en los alrededores del colegio, casi instintivamente y por una enorme confianza en las hermanas, optaron por refugiarse en el colegio.
Fue asombroso ver cómo entraban decenas, o cientos, con las pocas cosas que podían agarrar antes de escapar, en una diáspora improvisada, cargando pertenencias, niños, bebés, cereales, animales, etc. La escuela abrió sus puertas y se convirtió en más que su hogar, su refugio. Las aulas fueron vaciadas y transformadas en lugares para dormir, cocinar, comer y recibir cuidados, así como otros espacios y áreas comunes, incluso los patios y fuentes.
A medida que pasaban las semanas, la situación dio un respiro; la gente regresó a sus hogares, pero no a la normalidad. Temiendo que sus pertenencias fueran saqueadas, temían principalmente por el grano que habían recolectado durante todo el año. Volvieron a poner su esperanza en la escuela, que volvió a abrir sus puertas para que pudieran sacar el grano, en sacos de cien kilos, para ser almacenado en el único lugar de su confianza en ese momento.
Esta situación fue especialmente grave para los niños y niñas, que vivían con miedo y se sentían desprotegidos. Las hermanas, conscientes de ello, volvieron a poner la escuela al servicio de los niños, creando un espacio de confianza. A pesar de que oficialmente todos los colegios de la zona estaban cerrados, las puertas de nuestro centro se abrían casi a diario para dar clases de tutoría y repaso, para recibir a todo aquel que llegaba y permitirle pintar, dibujar, leer o escribir; y lo que tuvo más éxito, organizar (o mejor dicho, improvisar) juegos y actividades deportivas. En ese momento, lo más importante no era que los niños y jóvenes aprendieran o fueran evaluados, sino que pudieran llegar a un lugar donde se sintieran seguros, emocionados, con la alegría que debe reinar en esta etapa de la vida.
Que pudieran jugar, interactuar en paz y tranquilidad, y sentirse abrazados y reconfortados fue la prioridad; en definitiva, que podrían ser lo que son, niños y niñas, obligados a crecer por una realidad más dura de la que deberían haber conocido.
Por eso, aunque tiene otro nombre, he preferido bautizarlo como «Escuela Esperanza».
Crédito de la nota: www.comboni.org
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