22 noviembre, 2024

Una misionera desde Polonia y la frontera con Ucrania

La hermana María Pilar Casado Tarín escribe contando lo que ella considera un camino «recorrido interior y exteriormente», desde que estallara la guerra en Ucrania. Es la experiencia de una religiosa que vive para los demás y que cree que «la vida llega cuando bajamos con Dios a compartir los infiernos de la gente».

«¡Hola a todos! Mi nombre es Pili, soy de Cheste y pertenezco a la Comunidad Misionera Servidores del Evangelio de la Misericordia de Dios. Actualmente vivo en Sopot, una ciudad al norte de Polonia. Me gustaría compartir con ustedes mi experiencia de Semana Santa en la frontera con Ucrania. Sin embargo, antes tengo que contarles lo que pasó hasta llegar allí.

La mañana del 24 de febrero, a las 7 de la mañana, escuché la noticia de la invasión de Ucrania. Cuando entré en la capilla me vinieron al corazón las palabras del apóstol Pablo referidas al Cuerpo Místico de Cristo: ‘si un miembro sufre, todos sufren con él’. Pasaron unos días. La guerra era una realidad.

Desde que empezó la guerra en Ucrania, sentimos la necesidad de acompañar este momento desde lo que somos y nos planteábamos cómo participar más de cerca de lo que está ocurriendo… Ya había cauces de ayuda, así que queriendo involucrarnos, en principio, fuimos al Ayuntamiento de Sopot. Allí, junto con muchos voluntarios, empezamos a preparar bocadillos, clasificar ropa donada, recibir a los ucranianos, ayudarles a inscribirse y hacer los papeles para tramitar su residencia en Polonia. Algunos conocidos nuestros de Alemania y España nos mandaron dinero para contribuir a las necesidades que pudiesen tener. Seguíamos buscando cómo dar cauce a las ganas de ayudar, tanto nuestras como de las personas que conocemos.

A los pocos días apareció en nuestra calle un coche con banderas ucranianas. Era un coche rescate. Le dejamos una nota en el parabrisas para ponernos en contacto y resultó ser un vecino nuestro. Él, junto con su esposa, son emigrantes que viven en Polonia ya hace unos años. Cuando estalló la guerra éste se puso en contacto con organizaciones y sacerdotes ucranianos y ofreció su furgoneta. Ha hecho ya varios viajes de ida y vuelta a Ucrania. De ida lleva ropa, comida y medicinas; a la vuelta trae personas.

Cuatro días antes de este último viaje, los jóvenes de nuestra comunidad se pusieron en marcha para recoger toda una lista de cosas que allí necesitan, así como fondos para pagar la gasolina. Ha sido alucinante. Anuncios como este hay decenas cada día en nuestros WhatsApp: ‘Busco un hogar para una joven madre de 22 años con un hijo de 2 años. Uno en el que el llanto y las carreras del niño no se vieran perturbados. El niño es maravilloso, inteligente y dulce. La madre es joven y necesita tiempo para encontrar la paz y la paciencia. Están traumatizados por la guerra. Mamá está a punto de buscar una guardería para encontrar trabajo. Sabe un poco de polaco, hace 4 años trabajó en Polonia durante unos meses, así que hay una posibilidad de trabajo. Sólo necesitan un lugar para vivir, donde un niño pequeño no les moleste. Ahora viven con personas mayores. Por desgracia, las personas mayores necesitan más tranquilidad, porque están acostumbradas a ella. Así que estoy buscando… Gracias’.

Siento un profundo respeto por este pueblo polaco que tan fraternalmente está colaborando con Dios para abrir un camino que permita pasar de la muerte a la Vida a nuestros hermanos ucranianos.

Esta Semana Santa hemos ido como voluntarias de Cáritas a la estación de Przemysl, frontera con Ucrania. Era un sitio habilitado solo para mujeres y niños. Les cuento lo que hemos visto y oído: una sala con unas cuantas mesas donde tomar café o té; algunos colchones junto a la pared para poder descansar. Un andén protegido con paredes de plástico, donde los niños podían correr y jugar. Al lado, en la sala, las mamás tenían su espacio donde poder hablar, pensar, decidir qué hacer, dónde, cómo seguir… Por la noche, ambos espacios se convertían en dormitorio: colchones, mantas y sacos por todas partes. Al día siguiente todo iba a la lavandería… y así cada día.

De las dos misioneras que íbamos, mi compañera entiende ruso y ucraniano; yo solo polaco. Por eso ella estaba con las madres y yo con los niños. Nada extraordinario, pero profundamente humano. Solo preguntarles: ‘¿De dónde vienes?’, les llenaba los ojos de lágrimas. Silencio. Cercanía. Oración. Cordialidad. Huyendo de la muerte. Buscando la vida. Ahí, con cada uno de ellos, estaba Dios.

Eran mujeres solas con dos hijos o tres y la abuela. Sin tener dónde volver. Sin saber adónde ir. Preguntan. Abren el corazón. Miedos, tristeza, incertidumbre… Agradecimiento. Ahí estaba Dios. Por la tarde un niño con las botas rotas y los pies mojados. Lavarle y secarle los pies, ponerle calcetines limpios y unas zapatillas… ¡Qué lavatorio de Jueves Santo tan real! Ahí estábamos con Dios.

Nosotros no salvamos, pero Él sabe qué significan todos esos gestos puramente humanos de escucha, de respeto, de compañía, de hacer sonreír a un niño. Ahí hay Salvación. Creemos que la Vida llega cuando bajamos con Dios a compartir los infiernos de la gente. Es lo mismo que hizo Jesús. Es un privilegio acercarnos al lugar donde Dios está presente salvando. No nosotros, Él. Dios ha elegido salvar a los hombres a través de los hombres. Este es el camino abierto por Jesús y confirmado por el Padre con la Resurrección. Gracias a cada uno por la misión que realiza en su vida diaria. ¡Muchas gracias a todos desde Polonia!».

Crédito de la nota: OMPRESS.