Después de la fiesta de Pentecostés, la Liturgia católica comienza lo que se llama «tiempo ordinario», pero con un tema de meditación nada «ordinario», ya que se contempla el misterio de la Santísima Trinidad, una realidad insondable, a la que solamente podemos acercarnos «a tientas y como en un espejo», por usar una expresión de san Pablo.
Como guía para la contemplación de este misterio, se nos ofrece un breve pasaje del evangelio de Juan en el que se nombra a Jesús-Hijo, al Espíritu y al Padre. Es decir, se menciona a las tres personas divinas.
Como siempre, esta lectura evangélica puede leerse enfatizando uno u otro aspecto, según el momento que vive cada uno o la comunidad a la que pertenecemos, ya que la Palabra de Dios es viva y eficaz, precisamente porque en ella nos habla Jesús, que, por medio de su Espíritu, nos comunica el amor del Padre.
Por mi parte, quisiera detenerme en la promesa que Jesús nos hace de conducirnos hacia la verdad plena:
«Tendría que deciros muchas más cosas, pero no podréis entenderlas ahora. Cuando venga el Espíritu de la verdad, os iluminará para que podáis entender la verdad completa. El no hablará por su cuenta, sino que dirá únicamente lo que ha oído, y os anunciará las cosas venideras. El me glorificará, porque todo lo que os dé a conocer, lo recibirá de mí. Todo lo que tiene el Padre es mío también; por eso os he dicho que todo lo que el Espíritu os dé a conocer, lo recibirá de mí” (Jn 16, 12-15).
La historia humana no se ha acabado con la vida de Jesús. La creación continúa «creándose», el amor del Padre sigue actualizándose con cada ser humano y con cada generación; y la enseñanza de Jesús sigue germinando como una semilla cuya vitalidad sigue fuerte por la acción del Espíritu, que lo comparte todo con el Padre y con el Hijo.
En el Libro de los Hechos de los Apóstoles podemos comprobar cómo los discípulos, que habían vivido pocos años antes con Jesús, no tenían todos los problemas resueltos de antemano, sino que debían discernir continuamente qué hacer y cómo hacerlo. Cuando las viudas griegas se quejaron por falta de atención, los discípulos «inventaron» los diáconos o servidores de los pobres. Cuando los gentiles empezaron a querer entrar en masa en la Iglesia, que era judía, tuvieron que discernir y decidir, «ellos y el Espíritu Santo», qué hacer.
Así el Espíritu les iba conduciendo -en libertad, responsabilidad y creatividad- a la «verdad plena», que no es una verdad monolítica, aprendida de una vez para siempre, sino la verdad del amor de Dios que va respondiendo a cada situación y circunstancia.
Desde entonces son muchos los creyentes que hacen experiencia de esta presencia del Espíritu. Hace unos días una religiosa de 90 años me contaba el origen de su vocación. Pocos meses antes de casarse, en el momento de la comunión, experimentó una presencia del Espíritu tal que tuvo claro que su vocación no era la vida casada sino la vida religiosa, que ese era el camino que el Padre le preparaba para ser feliz, para amar y ser amada… Siguió esa inspiración y encontró la plenitud de su vida.
Estoy seguro que el Espíritu nos habla a todos y a todas en este momento de nuestra vida. Lo hace a través de la Palabra, de una celebración, de un encuentro. Pero sobre todo lo hace desde el santuario de nuestra conciencia personal, donde nos habla el «maestro interior», si sabemos guardar silencio, evitar los ruidos y abrirnos a esta presencia. Ojalá todos nosotros sepamos buscar esos espacios de interioridad, en los que escuchar la suave brisa del Espíritu, que nos conduce a la verdad plena.
Crédito de la nota: comboni.org
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