Estábamos en Emaús en el momento en que el papa Francisco nos ha dejado. Recordábamos la presencia viva del Resucitado mientras el Santo Padre se unía a Él. La noticia de su muerte nos ha sorprendido y dejado atónitos, después de días de esperanza al volver a verlo entre la gente, con su habitual disponibilidad para tomar una mano, ofrecer una sonrisa benévola y una mirada afectuosa.
El Santo Padre ha marcado el camino de la esperanza en la paz: lo ha trazado con signos, gestos y llamamientos sencillos, concretos, directos. Ha recorrido ese camino con la humanidad, como Jesús compartió el camino con los discípulos de Emaús, tranquilizándolos con su presencia. ¿Seremos capaces de volver a empezar y continuar por ese sendero? Su fuerza al exigir valor y dignidad para la vida humana ha fortalecido las conciencias más tímidas; su mansedumbre ha dado seguridad y apoyo a la exigencia de verdad y justicia.
Al dejar esta vida terrenal, el papa Francisco deja un mundo todavía envuelto en violencia y sufrimiento. Los niños que mueren con la complicidad de la indiferencia mundial, los pequeños que intentan salvarse de las llamas de tiendas precarias -único refugio que se les ha concedido- son la imagen del fracaso de la política y de la diplomacia, a las que el Santo Padre ha dirigido tantos llamamientos.
Hasta su último aliento, el Papa ha tenido pensamientos y preocupaciones por Tierra Santa y por las guerras en el mundo; hasta el final, ha pedido el cese del fuego. Siempre ha denunciado con valentía a quienes construyen y comercian con instrumentos de muerte, a quienes se benefician del conflicto, a quienes permiten que la guerra continúe con su inhumana tarea de conquistar territorios y destruir vidas, y a quienes no asumen su responsabilidad por la paz.
El Santo Padre nos deja una gran responsabilidad y un gran don: el coraje del Amor.
Crédito de la nota: Agencia Fides.
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