Hay quienes ya las han descrito como “las Olimpiadas tristes”. En Tokio, para evitar el contagio de Covid19, no habrá espectadores en las gradas de los estadios, no se permitirán los abrazos entre los atletas y los ganadores olímpicos tendrán que ponerse las medallas al cuello para evitar cualquier posible contacto.
Un año después del aplazamiento de los Juegos Olímpicos a causa de la pandemia, Japón se prepara para vivir el evento deportivo por excelencia con sentimientos encontrados: alegría y tristeza, orgullo y preocupación. Sin embargo, en estas Olimpiadas, que se celebran por primera vez bajo estrictas medidas contra el contagio, podrá tal vez surgir con mayor claridad el significado (y el valor) de un evento que, ya desde su símbolo -los cinco aros entrelazados-, trae consigo el espíritu de fraternidad y armonía entre los pueblos.
Es un mensaje ciertamente muy necesario hoy, cuando todos nos enfrentamos, entre otras muchas dificultades, a un inesperado cambio de época de consecuencias aún imprevisibles.
El papa Francisco ha subrayado en varias ocasiones el potencial educativo del deporte para los jóvenes, la importancia de “ponerse en juego” y del juego limpio, así como -y también lo hizo durante sus días en el Hospital Gemelli- el valor de la derrota, porque la grandeza de una persona se ve más cuando cae que cuando triunfa, en el deporte como en la vida.
A principios de año, en una larga entrevista concedida a la Gazzetta dello Sport, el Papa señaló: “La victoria contiene una emoción incluso difícil de describir, pero la derrota también tiene algo de maravilloso (…) De ciertas derrotas nacen hermosas victorias, porque una vez identificado el error, se enciende la sed de redención. Yo diría que los que ganan no saben lo que pierden”.
En una época marcada por fracturas y polarizaciones de todo tipo, para el Papa el deporte puede ser, por tanto, como recordó a los atletas de las Olimpiadas Especiales, “uno de esos lenguajes universales que supera las diferencias culturales y sociales, religiosas y físicas, y consigue unir a las personas, haciéndolas partícipes de un mismo juego y protagonistas de victorias y derrotas”.
Ciertamente, como en los recientes campeonatos europeos de fútbol y en la Copa América, existe la conciencia de que los atletas que se alternarán en la pista, en el campo o en la plataforma, no escatimarán energías para ganar. Este espíritu de competición también se ha visto reforzado por la prolongada de los últimos Juegos Olímpicos, en Río de Janeiro en 2016.
Por otra parte, si Francisco ha expresado a menudo su aprecio por la dimensión amateur y comunitaria del deporte y su función social, sabe bien que la actividad deportiva, especialmente a nivel profesional, vive en la comparación y la superación del límite, en primer lugar, con uno mismo, incluso antes que con los demás. “Mostrar qué objetivos se pueden alcanzar con el esfuerzo de la formación, que implica un gran compromiso y también la renuncia. “Todo esto -dijo el Papa a los nadadores italianos en junio de 2018- constituye una lección de vida, especialmente para vuestros compañeros”.
Es la esperanza de que estos Juegos Olímpicos de Tokio sean capaces de combinar la tensión competitiva y el espíritu de unidad. Superar los límites y compartir las debilidades. Hoy, más que nunca, el reto no es sólo ganar la medalla de oro -el sueño y la meta de todo atleta olímpico- sino también ganar, todos juntos, la medalla de la fraternidad humana.
Crédito: Vatican News.
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