22 noviembre, 2024

La fe sencilla de los campesinos de un rincón de Etiopía


La fe sencilla de los campesinos de un rincón de Etiopía

El sacerdote misionero Paul Schneider escribe desde su misión en Lagarba, Etiopía, hablando de la vida sencilla de quienes le rodean, de los cultivos, de cabras y hienas, y de la fe, y cómo todos recuerdan si fueron amados y la vida nueva que trajo la semilla de la fe.

“Siempre rezo por vosotros, por vuestras intenciones, vuestra salud, vuestras familias. Espero que estéis bien, guardo en la memoria la relación con cada uno de vosotros, como el que guarda gemas preciosas en un cofre. La amistad, el amor, vuestras casas, vuestros hijos, los consejos, la presencia, el servicio, la comprensión. Es admirable cómo funciona nuestra memoria, que en la distancia y en la ausencia uno valora tanto los gestos de amor que ha dado y recibido, los detalles que tejen la vida, todo lo vivido.

Todos sentimos el deseo de ser mejores, de hacer felices a los demás, de olvidarnos de nosotros mismos, de vivir para una gran pasión. Queremos pasar página y empezar de nuevo, enterrar todos nuestros males: egoísmos, manías, inseguridades. Esto le sucede a toda persona en cualquier sitio, en Lagarba, en Madrid o en Chicago. Ahora bien, os diré que envidio a la gente de Lagarba por su sencillez. A la gente con la que vivo no parece preocuparles mucho el pasado ni el futuro, y en gran medida aceptan la vida como es.

Dios ha hecho el sol y el firmamento, ha provisto a la naturaleza de una belleza y vitalidad cuya sola observación puede levantarnos de nuestras tristezas. Los que nos hemos criado en las ciudades sabemos que nos falta algo, pues nuestro contacto con el sol, el viento, la agricultura y los animales, y la vista de montañas, valles y ríos han sido muy ocasionales. Nos hemos pasado la vida bajo techo, en aulas, oficinas, y transportes. Para protegernos de la intemperie, de la inclemencia del tiempo, nos hemos privado de las experiencias que tuvieron nuestros antepasados, la mayoría de los cuales vivieron en el campo, en pueblos pequeños, dedicados a la agricultura y la ganadería. Apenas hemos tenido esa experiencia de riesgo, de emoción, de vulnerabilidad y fragilidad, de la importancia del hogar, de la familia y de la religión, la dependencia de la tierra, de la lluvia y de las cosechas, y de los remedios tradicionales para la salud. Tampoco hemos sentido el terror que inspiraban las fieras salvajes, las tinieblas y las tormentas, ni el gozo de las fiestas y la alegría de la pequeña comunidad.

De Fikere ya os hablé algo en el mensaje del pasado agosto: dejó una vida de alcohol y soledad cuando le propuse venir a vivir a la misión. Su salud ha mejorado mucho, y hace una labor estupenda como pastor de nuestras cabras. Tenemos dos machos y nueve hembras, varias de las cuales están preñadas. Cuida de ellas como un padre: todos los días, hacia la una de la tarde, saca las cabras a apacentar, y vuelve sobre las cinco y las mete en el establo. Por las mañanas limpia el establo y amontona fuera el estiércol, que servirá como excelente abono para el cafetal y las papayas. Ahora hemos adquirido una burra, que también está preñada, y nos ayudará con algunas cargas de grano, de la misión al molino, y vuelta a la misión. Para proteger a la burra y a las cabras de las hienas son indispensables los perros, que alertan por la noche y ladran como locos cuando se acercan hienas. De no haber establo y los dos perros que tenemos, las hienas devorarían a las cabras o a la burra en cuestión de minutos. Una hiena hambrienta puede devorar de una vez dos cabras fácilmente. Y suelen actuar de noche, cuando los humanos dormimos.

Fikere, además, toca la campana de la misión tres veces al día, y se oye en todo el valle: al amanecer, al mediodía y al atardecer. Así todos los que lo oyen levantan el pensamiento hacia Dios, lo mismo que los musulmanes llaman a la oración por los altavoces de sus pequeñas mezquitas rurales. Por propia devoción, Fikere viene a Misa por las mañanas, y por la tarde se sienta en un banco del soportal con su rosario en mano, y se pasa un rato en silencio, él solo. Aunque yo soy cura, y me sé toda mi teología, no puedo menos que admirar la fe sencilla de los campesinos, y ellos me recuerdan mi profunda vocación a ser padre en la fe. Aquí la fe, la relación con Dios, es algo previo a mí, y yo estoy llamado a custodiarlo y favorecerlo. Pasan los años y me doy cuenta que nadie es recordado por los proyectos o carreteras que hizo. Todos sin embargo recuerdan si fueron amados y la vida nueva que trajo la semilla de la fe. Cuando era joven, leí y quedé tocado por el testimonio de conversión de la atea rusa Tatiana Goricheva, y ahora la entiendo mejor. Ella encontró en la fe sencilla de los campesinos la respuesta al vacío del corazón y la angustia existencial.

Me alegro por el hijo de Fikere, Asnake, que ya está hecho un hombre, y que ahora ve a su padre tan bien cuidado y ocupado con nosotros en la misión. Aunque aún no está casado, Asnake ya se encarga de arar y cultivar el pequeño terreno de su padre, y encima este año ha arrendado por su cuenta otras tierras, lo cual es un buen signo de madurez, de diferir la gratificación, porque en las labores del campo al principio todo es desembolso, preparación, gastos, trabajo y sudor, y los frutos tan deseados llegan después de cinco, seis u ocho meses, dependiendo del cultivo. El sorgo es lo que más tarda, no solo por el tiempo que le lleva crecer y dar fruto, sino también porque una vez cortado el tallo, tiene que secarse para que todos los granos salgan de las vainas en la trilla, que se hace vareando con fuerza sobre una lona, y luego se aventa la parva. Al final, desde las primeras veces que se pasa el arado por la tierra para prepararla para la siembra, hasta que se vende el grano en el mercado, pasando la siega y la trilla, pasan unos diez meses. Los jóvenes como Asnake son un buen ejemplo para muchos otros. Los hay que solo piensan en divertirse, y los hay también que honran a sus mayores, que se entregan al trabajo, que se llevan bien con todos. Los mayores tenemos la gran tarea de bendecir y alentar a la generación emergente que son los jóvenes.

Hay una mujer, una madre joven, por la que os pido oraciones. Se llama Almaz Ayele, y está enferma. Ya van dos veces que la he llevado a ella junto con otros enfermos al centro de salud de la ciudad de Asebe Teferi, y le han hecho pruebas de laboratorio y de escáner, y le han recetado algunas medicinas, y se ha recuperado, pero tantas veces ha vuelto a recaer. Hace un par de semanas nos asustó su estado, porque deliraba y parecía estar en agonía, no se sabe lo que tiene. En esa ocasión le di la unción de enfermos y le pedí a un par de vecinas que estaban peleadas con ella que vinieran y se reconciliaran, por si se iba, y así lo hicieron. Ha salido del bache, pero sigue endeble. Ella y su marido Fikadu tienen cuatro pequeños, son una familia piadosa y tienen buen corazón. Fikadu es muy trabajador, y lleva dos años tirando de la familia, con la pena de ver así a su mujer. En la zona donde viven, en Gobenti, hay una capilla dedicada a Santa Teresita del niño Jesús y, como son muy devotos, a la primera hija la llamaron Tireza, la niña tiene ahora unos doce años.

Dice un buen amigo mío que hay una profunda relación entre la Eucaristía, la Virgen María, y las gentes del mundo rural. Es curioso que las apariciones de Nuestra Señora, en los últimos siglos, casi siempre han sido a niños o jóvenes que eran pastores o labradores en aldeas pequeñas. El sentido del pan de cada día y de la necesidad de una madre lo tenían muy presente estas almas pequeñas. Eran analfabetos, y sin embargo tenían otras cualidades muy importantes, como la sencillez y la humildad. Mi gente de Lagarba es así. Y tampoco son nada ñoños, al contrario, son divertidos y avispados, pero tienen ese sentido antiguo del respeto, de reverencia para las cosas nobles”.

Crédito: OMPRESS