Por: Uriel Jacobo Oseguera
Todos hemos sido llamados a una misión en específico; claramente todas son diferentes, pero convergen en un mismo fin, seguir a Cristo y amar a los demás hermanos hasta el extremo; sin importa el color de la piel, la clase social o el género.
«Todo católico bautizado debe ser misionero», dice el papa Francisco; entonces, todos los miembros de la iglesia somos misioneros. Algunas misiones comienzan desde el hogar o en la familia, pero también hay quienes dejan casa, amigos y familia con el fin de encontrar a Cristo en las personas más abandonadas y pobres.
Desde que comencé mi proceso vocacional, he encontrado muchísimas personas, desde buenos amigos hasta bienhechores y sacerdotes, pero quiero compartirles una experiencia inolvidable en el campo misión, del Rancho de Arriba, en donde conocí a personas extraordinarias.
Dios en cada persona
A Dios lo encontramos en todas partes: está en lo cotidiano, en lo oculto, en lo que se ve, etcétera. Tuve la dicha de hallarlo en el interior de cada persona durante un campo misión, pues nos recibieron con mucho cariño y me sentí como en casa. Fue tan grande el amor que recibí, que comprendí que Dios está en el corazón de todas y cada una de las personas.
El amor
Este sentimiento mueve corazones y montañas, abre caminos y puertas; «el amor puede con todo, incluso barreras». Todas las personas nos recibían con cariño y una sonrisa, eso me hacía sentir alegre y motivado para seguir adelante.
Las personas que nos brindaban los alimentos lo hacían de forma distinta a la que estamos acostumbrados, nos hacían sentir esa tranquilidad y esa paz que sólo hay en un hogar, en la familia y con los amigos. Me identifiqué como un miembro más de cada familia que nos atendía; nos preguntaban, ¿necesitan algo más? ¿les falta algo? Nosotros siempre decíamos que no porque recibimos esa acogida que sólo Dios puede dar y lo hizo a través de sus hijos del Rancho de Arriba, quienes nos atendieron como a sus propios hijos.
Con los adultos
Lo que más me gustó del campo misión fue la confianza brindada por los adultos; platicaban conmigo con palabras que venían de sus corazones y me percaté que algunas almas estaban muy dañadas por lo vivido en el pasado; muchas personas cargaban con grandes heridas que los dañaban cada día porque nadie se acercaba para hablar con ellas, así que debían resignarse a ese dolor. Fue tal la confianza, que se acercaron a mí y me platicaron sus problemas, los aconsejé y algunos de ellos lloraron.
Me gustó muchísimo compartir la fe, porque nunca cerraron sus oídos a la Palabra y estuvieron muy participativos y atentos. Una vez que me gané su confianza y respeto ya no me soltaron, incluso preguntaban por mí o me llevaban refrescos. Siempre llevaré en mi corazón a los adultos con quienes conviví la mayor parte de esa Semana Santa. En ellos, pude ver la vida misionera y «encontré a Dios en todas partes, en todas las personas». Me motivaron a seguir en mi vocación, con frases como: «Usted será sacerdote», «échele muchas ganas», «lo veremos como sacerdote a usted». Sus palabras me han ayudado a seguir adelante y me han fortalecido aún más.
Comprendo que Dios me ama tanto, que su amor no tiene comparación; ahora puedo ver su cariño a través de cada persona, creatura o ser. Y puedo verlo con estos «ojos misioneros», que ven, aún en la oscuridad de las tinieblas, una la luz tan brillante que nos recuerdan que Cristo está en todos y cada uno de nosotros, desde los más ricos hasta los que consideramos «menos importantes».
He comprendido que Dios siempre está en cualquier momento y en el corazón de cada uno. «Yo soy la luz del mundo; quien camina conmigo jamás caminará en la oscuridad» (Jn 8,12). Cristo vino al mundo como luz, y esa luz es la encargada de guiarnos por el camino de justicia, paz y amor. Así lo expresaba san Daniel Comboni: «Necesito jóvenes que sean santos y capaces para la misión».
Vivir una experiencia de un campo de misión es maravillosa y todo lo que expresas que todos tenemos una misión diferente pero encaminada a un mismo fin que es dios yo estuve en una semana santa en san Andrés y tateposco en Jalisco en el año de 1977 estuve en el seminario de Guadalajara